Recibir la Verdadera Libertad // Miguel Díez – XXXV Congreso Remar Internacional
El amor verdadero, un regalo divino
El amor verdadero es un regalo de Dios que se debe compartir con los demás. No puede comprarse ni venderse, porque el plan divino es que lo regalemos libremente. Cuando el amor se transforma en un bien de consumo, pierde su pureza y se aleja del propósito con el que fue creado.
La raíz de todos los males
Muchas personas creen que el dinero es lo más importante en la vida, y trabajan solo por obtenerlo. Sin embargo, el amor al dinero es la raíz de todos los males y puede llevar a las personas a apartarse de la fe. La codicia es una trampa que esclaviza el alma y destruye la paz interior.
La codicia: una bestia diabólica
La codicia convierte el corazón en un torbellino de egoísmo y maldad. Así como el banquero Rochay, que dormía con una pistola por miedo a ser robado, muchos viven esclavos de sus propias riquezas. La abundancia material no garantiza la felicidad, porque quien ama el dinero nunca se sacia de él, como enseña Eclesiastés 5:10-20.
Las riquezas y la enfermedad del alma
La codicia no solo corrompe el espíritu, sino que enferma el cuerpo. Algunos incluso, en su afán por ganar más, caen en malas ocupaciones, olvidando el llamado sagrado de servir. La salud del alma es la que produce un cuerpo sano, no al revés; cuando el alma está corrompida, el cuerpo también lo estará.
La riqueza que destruye
Las riquezas mal guardadas pueden volverse en contra de sus dueños. Muchas veces se pierden en malas inversiones o no benefician a los hijos. El ser humano llega desnudo al mundo y así se va, sin poder llevar nada consigo, como los faraones que intentaron llevar sus tesoros, solo para ser saqueados por los hombres.
La verdadera libertad y el trabajo
El trabajo solo tiene sentido cuando se hace con amor y conforme a la voluntad de Dios. No es el dinero lo importante, sino el gozo de disfrutar el fruto del esfuerzo con gratitud. La verdadera libertad consiste en no poseer nada y ser poseído por el Espíritu Santo. Tolstoy decía que si la vida no se toma como una misión, deja de ser vida y se convierte en infierno.
La alegría del corazón en Dios
El corazón se llena de gozo cuando se acerca a Dios. En su presencia, las tristezas se disipan y solo queda el recuerdo de las victorias y las almas transformadas. La vida cobra sentido cuando se asume como una misión divina, guiada por el amor y la obediencia a Cristo.
La misión y la obediencia a Cristo
El ser humano fue creado para trabajar para su Creador, no para acumular riquezas. Cuando se vive con visión celestial, todo esfuerzo tiene propósito. La misión más alta es predicar el evangelio y hacer discípulos, obedeciendo a Cristo por la gracia de Dios. Sin ella, nada puede lograrse.
La reprensión y la corrección
La palabra de Dios nos hace crecer en fe y amor. Recibir su reprensión con humildad nos abre a la sabiduría divina. Ningún avaro, hipócrita o mentiroso heredará el cielo sin arrepentimiento. Por eso, es vital corregir con misericordia y verdad, especialmente cuando se producen abusos y se corrompe el liderazgo espiritual.
La revelación del reino de Dios
Los discípulos reciben la revelación del reino de Dios y su justicia. Pero muchos religiosos se aferran a las tradiciones y se convierten en obstáculos para conocer a Dios. Jesús mismo fue rechazado por los religiosos de su tiempo, demostrando que la religión sin amor es una barrera para la verdad.
La religión y la verdadera fe
A lo largo de la historia, la religión ha sido usada por el enemigo como instrumento de dominio. Ninguna religión salva; solo Cristo lo hace. Él no vino a fundar una religión, sino a cumplir la ley y traer el nuevo pacto de gracia. La ley condena, pero Cristo nos libera del pecado y de la muerte.
La salvación y la conversión
Muchos seminarios producen intelectuales de la fe, pero no corazones transformados. La historia de Nicodemo lo ilustra bien: ser religioso no es lo mismo que ser salvo. La verdadera conversión ocurre cuando el corazón egoísta es reemplazado por uno nuevo, dado por Jesús. Un convencido no es un convertido; el convertido es quien permite que Dios cambie su vida.
La justicia y la misericordia
La verdadera religión consiste en hacer justicia al huérfano y a la viuda, como dice Santiago 1:27. Dios nos hace justos para que hagamos justicia. El mundo se enfría cada vez más, por eso necesitamos el manto de justicia y de alegría. Ser hacedor de justicia es una forma de adorar a Dios con acciones concretas.
La familia de Dios y el reino
La familia de Dios vive en unidad, no solo en reuniones o diezmos, sino en servicio y amor. Jesús vino a formar esta familia eterna del Padre. Los que le reciben son hechos hijos de Dios, embajadores de su reino, llamados a llevar su mensaje con buenas obras. Solo el reino de Dios perdura; las naciones terrenales pasarán.
La fe y la justicia divina
Dios unge a los que aman la justicia y aborrecen la maldad. La verdadera fe se traduce en acciones justas hacia los débiles y necesitados. Yahvé está en medio de su pueblo, poderoso para salvar, gozoso por su obra.
La esperanza y la promesa
Dios promete levantar al caído, recoger al perdido y darles renombre. Los bienaventurados son los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Hacer justicia produce un gozo que el mundo no puede ofrecer, y Dios se complace en usar a sus hijos como instrumentos de su amor.
La oración y la acción
La justicia se hace de rodillas y con las manos en acción. Debemos pedir a Dios hambre y sed de justicia, para ser hacedores de su misericordia y su verdad. Donde vayamos, llevemos la paz del Señor, que libera de temores y angustias.

